Reminiscencias, desavenencias, evanescencias.
No estoy convencida de que la vida sea una sola. Pero sí creo que tenemos la obligación cósmica de hacer del tránsito por esta un cúmulo de aprendizajes y de gozos alternados.
Hay actos tan sencillos…cambiar el orden de lo dado, lo más simple, lo mínimo. Puede redundar en tanto…Termino de bañarme en el rancho del Cabo y el almanaque apenas reúne una media docena de meses en su año. Un bello y limpio acto heroico con grados bajo cero en el exterior. Descubrí que el sistema prometido para contener el agua caliente y su eficaz manera de dosificarla, el viejo y querido baño de campaña, está anquilosado. Fosilizado. Petrificado. Recurro al aún más añejo y conocido baño a jarra. Como el frío es tanto, apenas subsiste el humo un instante en el ambiente. Al tocar el pelo y recorrer mi cuerpo con esa equívocamente agradable contundencia, ya no importa. Nada importa. Arrastra los vestigios de la sal, de los días, del cúmulo de medias y miedos en mi alma. Me niego a recordar que en algún lugar existen calefones y me entrego a la experiencia del “esto es lo que hay”. Contacto con los tiempos donde el «esto es lo que hay» es lo que había realmente. Un puente con lo antiguo, lo sólido, lo enraizado.
Minutos más tarde muevo la mesa de madera frente al fuego. La visto con el mate, las velas, los libros, el papel, la lapicera y me escapo a los ruidos del océano con un concierto de oboe de Vivaldi.
Entonces toco el cielo con las manos. Y sé que quiero para mi vida entera inviernos con llamas, con música, con libros, con pelo secándose al calor de los leños encendidos. Lo que siento es tan completo. Agradezco tanto estar acá. Esta soy yo. La que necesita tiempo para dormir, para caminar lento por las rocas, la que hace las compras despaciosamente en lo de Ubaldino. La que se sienta en un rancho en las dunas y le dice al poste que se yergue a su derecha que es hermoso. Porque tiene tiempo clavado en la arena. Y estrías, cicatrices del alma, colores afiebrados de grises, blancos y negros. Soy la que hace la polenta con grumos, la que se olvida de ponerle la sal al agua, la que pierde los palos del atado de leña chica que compró y vuelve encantada sobre sus pasos a recuperarla, porque no importa hacer las cosas bien después de todo, sino disfrutarlas. Soy la que leo y me olvido del mundo. La que escribo y me olvido quien soy.
Es muy difícil delimitar un espacio, decir cual es el de una misma, si no nos damos tiempo en la vida para crearlo, inventarlo, gerenciarlo, gozarlo, descansarlo. Para contactar con lo que realmente nos gusta hacer. Con quiénes queremos estar. Y sentir que el aire circula por nuestros vínculos, vivirlos aireados, fuertes, amalgamados, explicitados, elegidos, asumidos, habilitantes.
Una mujer como todas. Un cúmulo aguerrido de insolencias, falencias, presencias, carencias, consecuencias, incandescencias, ausencias, reminiscencias, desavenencias, evanescencias. Pura y lealmente, mera esencia.
Nunca estamos solas!
Simone Seija Paseyro
Lectora de Registros Akasicos