Reeditando aquella entrega
La amistad es uno de los componentes del amor de pareja más difíciles de encontrar. Es aquello que forma parte del vínculo que uno mantiene con aquel a quien se ama, y que pasa totalmente por otro lugar que el rol de pareja en sí. Es esa parte que tiene que ver con la aceptación del otro, con el respeto a la forma de ser feliz del otro, con el acompañar el crecimiento, con el estar y no dudar en estar cuando hay que estar. Es lo que determina la permanencia, sin importar el formato. He tenido amores con quiénes nunca pude construir una amistad. He tenido amigos/as a quiénes he querido más que a los amores.
A mi primera amiga la cortejé cuando tenía seis años yo, y cuatro ella. Digo cortejé porque la amistad tiene mucho del componente del cortejo en el inicio. Ese fascinarse con el otro, ese estar horas y horas sin darte cuenta que el tiempo pasa, regodeándote con los puntos en común y glorificando los diferentes por ajenos y enriquecedores. Con mis pocos años y mi calle Santa Mónica de aquellos tiempos a cuestas, solitaria, de balasto, con mucho jardín y casas aisladas, se inició esa relación que me entregó literalmente, como si fuera un padre, en el pasaje de la niñez a la ¿madurez? Ella pasaba por delante de mi casa, con su abuela, supongo que iría a la escuela, o vaya una a saber. Un día junté coraje, me fijé donde vivía, y toqué timbre. Cuando salió su madre pregunté si ahí vivía una nena, y atisbándola por detrás de las rodillas de su atónita progenitora, le pregunté directamente a la interesada, si quería jugar conmigo. Como diría Amparo: “¡un estilo de vida!”. Y tendría razón. Sigo sin poder sustraerme al encanto de conocer, bucear, traer hacia mí, a aquellas personas que me llegan a quien sabe que parte del corazón, de la historia, de la psique. Los ojos y la sonrisa, el detalle dentro del holograma, me dan el indicio. El resto es abrirse y dejar que el otro se abra. Porque he descubierto que todo ser humano al sentirse admirado, importante, rico, es difícil que mantenga sus corazas.
Con el tiempo me mudé de barrio y espaciamos los encuentros. Pero cuando por distintas circunstancias volvimos a vivir cerca, aunque no tanto, estalló la fiesta entre nosotras. Tan diferentes, tan complementarias. Ella fue testigo de mis primeras salidas con el padre de mi hija, la segunda después de él en saber que estaba embarazada, la primera que busqué con la mirada cuando entré al Registro Civil, la única persona por la que dije que no me casaba si no llegaba (la pelotuda llegó tarde como siempre, oh my god), la que más fuerte me abrazó después del sí y la que entendió por qué llorábamos con una fuerza que más parecía que se hubiera muerto alguien que otra cosa.
Hoy sigo reeditando aquella entrega. Disfruto tanto de estar con los que quiero, tanto…Me encanta ese verbo tan amplio, tan abarcativo, menos importante que el te amo, pero mucho más permisivo, imprudente, desfachatado, desacartonado, habilitante. Me gusta el momento en que dos cabezas se inclinan para hablar, para contarse, para conocerse, para permitirse recorrer el camino del encuentro. Me da paz saber que existe un alguien a quien confiarle aquello que me nubla, y también lo que me pone sobregirada de alegría. Me fascina escuchar, ser escuchada, comentar, ser comentada, querer y ser querida.
Y no importa el lugar donde se dé, ni si son de ahora, de antes o de toda la vida, importa que son, que están y que tienen un lugar intransferible.
Bendiciones infinitas! Nunca estamos solas!
Simone Seija Paseyro
Lectora de Registros Akásicos