Blog - Nunca estamos solas

La excelencia de un beso está en el acorde de las voces interiores.

Besar ha estado envuelto para mí, desde que tengo memoria, en un halo de romanticismo y seducción. Desde antes de saber de ulterioridades, besarse es en mi concepto, el pináculo del encuentro.

Alguien me dijo que un beso definía la relación. “Un mal beso es irremontable”- sentenció.

¿Cómo sería posible que un beso fuera malo? Salvo que no tuviera los aderezos necesarios. Muchos más que el mero entrecruzamiento de dos bocas. O que su tiempo no fuera suyo. Los besos, como los racimos de uvas, se recogen en el momento justo del encuentro. Si son demasiado prontos, queda esa rasposidad en la lengua. Si son muy tardíos, se enredan en los dientes de pura flojedad y desánimo.

En esta vida he dado, me han pedido, he pedido yo y me han arrancado, besos. No tengo en mi haber besos malos. Tal vez porque no tuve las ganas de permitirles que lo fueran.

El beso más cortés que me han pedido fue caminando por la playa, en un atardecer de un 15 julio, de esos calurosos, capricho de los hados. Ya hacía meses que veníamos hablando, y ese paseo con los pies desnudos sobre la arena conectó con lo más primigenio de la tierra y los sentidos. Ese beso cortés que con igual cortesía supe devolver, se tradujo en envolturas y brazos firmes, mucho menos afables y educados. Brazos, besos, pechos y despechos que no aceptaron fines ni cierres de historia. Con lo cual me digo que si los besos definieran las relaciones, esta debió haber sido un intercambio de algodones y no la ruleta rusa de pasiones en la que derivó.

El beso más deseado, fue aquel que yo misma tuve que pedir. Fue en el Cabo. Mi lugar en el mundo donde me permito ser, hacer y perecer. Hacía meses que trabajábamos juntos, y me encantaba. La casualidad, que nunca es tal, nos llevó a ir un noviembre a avistar a las ballenas. Era tan lindo que dolía. Creo que fue la única vez en donde la belleza de un alguien me agobió. Cuando le pedí que me besara, tirados sobre la arena, a metros del rancho, tomando sol, me dijo “no”. Nunca me había pasado. Se puede decir que nunca me pasó. Porque cuando íbamos recorriendo las casas que están sobre las rocas, pareció cambiar de opinión, sin previo aviso. Y de esos besos disfrazados de regañadientes, costó desasirse más de lo previsible. Quien lo hubiera dicho.

El beso más temeroso, vulnerable, desprotegido, fue el que di, sin pedir permiso, apropiándome de los labios y el sujeto. Sólo para entender a continuación, que lo apropiado es lo menos excitante. Apropiado como socialmente bien conceptuado. Apropiado como poseído. No hay nada que genere menos pasión que la falta de ganas en los labios opuestos. No hay nada que despierte menos respeto que los besos retaceados verticalmente y buscados en posición horizontal. Quien no aprenda a sustentar en dos pies lo que disfruta estirado, no merecerá recibir besos buenos.

El beso distinto, inolvidable, fue el que me arrancaron con pasión y a puro diente. Tal vez porque nunca tuvo historia que lo siguiera. Un par de ojos ardientes, tan seguros, un par de labios firmes sin escollos, y un objetivo claro, focal, animalado.

La diferencia no la da tal vez, ni el consenso, ni el amor, ni lo público o lo privado, ni el tiempo, ni el poco tiempo, ni la habilidad o la falta de ella, tampoco la experiencia. La excelencia de un beso está en el acorde de las voces interiores. Cuando el encuentro de vidas es rico, cuando el lienzo de la charla se pinta de matices que la convierten en un cuadro de Chagall, es imposible que la flor de ese cerezo sepa ajada.

Bendiciones infinitas! Por los buenos besos de la vida! Nunca estamos solas!

Simone Seija Paseyro
Lectora de Registros Akásicos

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