De momias, fantasmas y otras yerbas (no alucinógenas)
Tendría unos seis años cuando empecé a buscar la momia. Me refiero a la que reposaba trágica y solitaria en el museo que en esos años estaba al lado del Teatro Solís. Para mí era todo un acontecimiento cuando me llevaban. Me acercaba despacio, y la miraba a través de ese vidrio grueso que le habían colocado encima. Una piltrafa en la que destacaban los dientes, unos pocos pelos y esas sus manos trágicas cruzadas sobre el pecho. Chiquita, indefensa, a la vista de todos. La miraba y la miraba, y me tenían que sacar a rastras. ¿Qué pensaría teniéndola tan cerca y viniendo ella de un tiempo tan remoto? No tengo idea. Pero lo único que se exhibía ahí para mí, era ella. Ella sola.
Al llegar a la adolescencia, descubrí el Museo Blanes. No me conquistó ninguna obra concreta, sino el edificio entero, sus jardines. Repasé mil veces los cuadros colgados. Me asombré ante la grandeza de esos que ocupaban toda la pared, ante la fealdad de la gorda que dicen que para la época era divina, y hasta disfruté de algunas muestras itinerantes que valieron la pena. Pero el quid estaba afuera. En la galería con piso damero que rodeaba el lugar, en la escalera blanca y señorial de la entrada, y sobre todo, en el patio con su fuente de la parte de atrás.
Cuando estaba embarazada de Micaela, muchos sábados de noche convencí al padre de sentarnos en los bancos de la entrada, para ver entrar, suntuosas (o no tanto) a las novias. Eran la recreación perfecta de un tiempo que no existía. Subían las escaleras con sus vestidos largos y sus aires de princesas. A veces con el novio, otras sin, y siempre con una mosca molesta disfrazada de fotógrafo y/o filmador, que estropeaba un poco el ambiente. Pero, en algún momento, y antes de retirarse presurosas para el auto, quedaban un instante flotando en el piso damero, ofreciendo el mejor perfil. Me gusta pensar que Clarita García de Zúñiga las veía y volaba junto conmigo a aquellas sus épocas.
Un día vi por televisión que habían cambiado la momia de lugar. Estaba en el Museo de la Intendencia. Ya pisaba los 25 (yo, no la momia) y fui a echarle un vistazo. La magia ya no estaba. Aquello jedía a encierro. En la huída fui a dar a la muestra americana. Se me estrujaron las vísceras ante el arte precolombino con esos rojos tan fuertes y esos Cristos chorreantes. No, no. Para mí la cosa, esa de la que habla Mariangela, estaba en la sala llamada pomposamente “de clásicos”. Muchas figuras entremezcladas de yeso, arracimadas, hacinadas casi. Con los ojos vacíos, los cabellos encaracolados, los yelmos, las togas, los desnudos. Maravilla. Burdas copias de originales que se desparraman por el mundo. Horas me pasaba caminando entre ellas, y pensando en Quo Vadis. Siempre un libro unido a la sensación.
El Cabildo toda la vida me dejó fría. El Romántico no me capturó. El de Artes Visuales el que menos me gusta de todos.
Y cuando fui al Louvre…¡oh my god! La gente. Estaba lleno, llenísimo de gente. Se me vino a la mente una descripción exquisita de Enrique Pinti, sobre una visita al Louvre. Algo que mezclaba las putas de los quilombos, con los japoneses, y los tres minutos delante de cada obra para decir solamente que estuviste y la viste a tres metros. Ese día recuerdo entrar, mirar el borbollón desde lejos, darme media vuelta e irme a sentar a un café sobre los Campos Elíseos. Es preferible que te asalten a mano armada en el precio de ese café por el placer de sentarte como en el cine a ver la gente viva pasar, a no sentir nada ante una obra muerta. Bien muerta.
Durante años y años los sábados han sido mis días de Museos. De ir al Centro Cultural de España con Diego a ver exposiciones, de arrastrar a Nicole al Blanes a tomar algo hablando de esoterismo y señales mientras las hojas jugaban enloquecidas en el medio del patio, de llevar a Micaela a tomar el té a Sokos después de visitar la otrora tan significativa y sin embargo aún atrapante momia.
Todas y cada una de las veces lo he disfrutado. Con cada una de las personas que me han acompañado. Pero estuvieron aquellas oportunidades, las sublimes, y hoy las recuerdo, las agradezco y traigo a este presente tan y no tan lejano. Por orden cronológico fueron: la inscripción que grabó Andrés cuando teníamos 15 años en un árbol que se ubica frente a la fuente del Hotel del Prado. Hasta el día de hoy cuando paso por ahí, la miro aunque ya no esté, con tanta fruición y gozo como a la fuente y al Hotel.
Las conversaciones inolvidables con Marcos en el Rosedal viendo como caía el sol y se iban encendiendo una a una las lámparas en ese círculo de poder que está en el Centro, ¡oh casualidad! alrededor de una fuente.
La Ciudad Vieja de Colonia en una noche de invierno iluminada por faroles, de la mano de José. El paseo en carro por la ciudad de Brujas que hicimos con Mauro, en donde cada lugar fue mágico, único y temporalmente insoslayable. Las mañanas domingueras de lectura en el Botánico, escuchando caer el agua, con mi madre. Y tantos años después con Diego, recorriendo medio Montevideo por esas horas de placer y encuentro con nosotros mismos. Aquella tarde de sábado con Nicole en el Blanes donde se presentaron «todos» nuestros ángeles y festejaron con nosotras. Por último, uno de esos días en que se abren todos los museos, y pudimos escuchar a la hija de Zorrilla de San Martín, sentada en un banco entre las obras del taller de su padre, regalándonos un pedazo de su vida.
Los Museos no son nunca pasado. El pasado, jamás es tal. Forma parte de un racimo de experiencias. Se asoma ante nosotros trocado en obras, en palabras, en anécdotas, cualesquiera, todas: la Callas cantando Casta Diva, Flaubert y su Bovary, Van Gogh y sus girasoles, Doña Ana, la abuela portuguesa de Sandra , contando su dura vida de niña. Tomamos algunas, ignoramos otras, nos construimos en ese encuentro. En mi caso, necesito la paz para ese eterno retorno. El instante suspendido. Y si hay una persona a mi lado… que fluya, se sublime, crezca, se sume a la propuesta, la haga propia y en una charla de esas que perduran toda la vida, las comparta.
Nunca estamos solas!
Simone Seija Paseyro
Lectora de Registros Akásicos