De fuegos hábiles y fuegos inolvidables
Hay quien tiene estufa en su casa y no la prende. Yo que no tengo las acecho, y las divido en aquellas que logré apropiarme, aún tan breves, y las otras. Viendo como la primavera se viene enroscando en este viento que casi me vuela en mi caminata por la playa, pienso en los fuegos de este invierno que ya se aleja y en cada uno de los fuegos de mi vida prendidos en mi retina y mis acurruques.
En mis primeros recuerdos se mezclan libros, un ventanal al otro lado del cual una alfombra de pasto se disfrazaba de tablero de ajedrez con los rayos del sol entre los pinos, el sonido pertinaz de la máquina de escribir de mi padre, y los colores furibundos y acalorados de las brasas. Me encantaba provocarlas tirándoles cáscaras de mandarina, y sentir como reventaban, ofendidas.
Al crecer, la estufa, la casa, el ventanal, las resmas escritas, quedaron atrás. Y vino una larga sucesión de casas que se calentaron a gas, a electricidad, a aceite. Se acabaron las talas de árboles y los rolos apilándose en el fondo. La búsqueda de piñas. La juntada de pinocha. Entonces empecé a tomar fuegos prestados, que forman un collar incandescente y dan calor a mis recuerdos y mis vidas. Algunos fueron especiales, y me gusta sacarlos de entre otros, atizarlos nuevamente, recrearlos.
Remuevo los rescoldos de aquel que prendió el padre de mi hija en La Paloma, para calentarnos los tres y a Cassandra, la mejor cocker del mundo. La alegría de Micaela al verlo prenderse en pleno invierno, y su espera, alguna vez tenía que serlo, sosegada, al pie de las tiras de asado que se hicieron sobre la parrilla. Su dormir de niña eternamente inquieta, iluminada por las llamas, la perra enroscada a sus pies y nosotros hablando de un tiempo que obligatoriamente, pintábamos eterno.
Siento las risas y el mar de fondo del calor intenso de la hoguera, en las reuniones de amigos aquel invierno, en que nada se nos antojaba mejor que juntarnos a ver pelis, jugar al trivial, comer hasta hartarnos, escuchar música, hablar. El año en que supe lo que era escuchar buenos intérpretes, que agregados a los buenos escritores se convirtieron en un bagaje que nunca pude renunciar a soltar. El inicio de los cambios, de las muchas pieles desgajadas de la cebolla que es mi vida, en donde los troncos tambalearon y cayeron y rodaron, y nada volvió a arder como fue antes.
Escucho el ruido de las olas, y veo la foto que a veces me asalta ante sonidos similares. Esa sala grande, llena de libros, la estufa briosa, la botella de vino y las copas servidas, los perros acostados a nuestros pies, él escribiendo en la compu, yo leyendo. Evoco el frío que existía en los otros cuartos de la casa, y como el calor se transportaba a uno de ellos con nuestros cuerpos y recreaba el tinto escondido en esos cálices. Parque del Plata en invierno, era como la conquista del Oeste. Pero ahí vivían él, su profesión de periodista, sus perros, mis noches.
El primer fuego del Cabo me recibió en la Posada La Perla, una mañana gélida de octubre en que con Diego viajamos desde La Pedrera. El desayuno servido bajo sus rayos, me reconcilió con los dedos amoratados y ese pelo encolerizado. El segundo, fue un diciembre poco benévolo, en el rancho de Schol, sobre las rocas, en medio de un temporal de viento y agua que subió la apuesta de lo que se perfiló como unas vacaciones perfectas y hasta hoy mismo duraderas.
Mi último fuego aún queda por encender.
No en vano los primeros habitantes de esta tierra, hasta que no supieron perpetuarlo por sí mismos, guardaban con tanto celo un rescoldo para fundar uno nuevo. Cada ser humano tiene entre sus manos esa capacidad de fundar fuegos, y aún refundarlos sobre las mismas cenizas que se agrisan en el fondo de viejas estufas aparentemente olvidadas. Si algo he aprendido en estos años, es que aquellos que saben prender fuegos son hábiles, pero aquellos que los saben mantener, alimentar y cuidar, son inolvidables. A todos ellos, ¡salud!
Bendiciones infinitas!Nunca estamos solas!
Simone Seija Paseyro
Lectora de Registros Akásicos