Crecí con mucho miedo.
A todo.
Al colegio. A mis compañeros. A defraudar a los adultos. A ser diferente. Miedo a un padre soñador, escritor, violento, periodista, con demasiado tiempo libre en el día. Miedo a la ausencia de una madre que en un tiempo en que no era común, era bancaria y casi no estaba en casa.
Miedo que olía a miedo y destilaba más miedo. A la tensión constante que se vivía en la casa. Al eterno malhumor de mi padre y a la perenne tristeza de mi madre.
Nos quedábamos por miedo…a perder la casa, a sostenernos sólo con su empleo, a cambiarme de colegio y que mi educación quedara trunca.
Hasta aquella noche en que discutieron. Una vez más. Y ella quedó sobre la silla, desmadejada. Como muerta. Me acerqué sin respirar. Aterrada. Creí que mi padre se había ido, porque había escuchado el legendario portazo. Pero no. Había vuelto.
Me incorporé con mis 13 años y mis 40 kilos y aullé como una loba. Me puse en el medio y le grité que se fuera, porque sino… ¿Sino qué? Algo debe haber visto en mi furia que lo hizo dar la vuelta.
Abracé a mi madre. Le di vuelta un vaso de agua en la cabeza como había escuchado que se hacía con los insolados y vi salir burbujas. Hasta que abrió los ojos…y ya no éramos las mismas. Dejamos de tener miedo…a quedarnos sin casa, a la escasez, a perder lo que teníamos, a vivir…
Esa noche mandamos cambiar la cerradura para que el no pudiera entrar. Y fui yo la que sugerí que lo único que teníamos para negociar eran los libros. Porque para quienes amamos leer, los libros son lo más valioso. Y así fue que nos fuimos a vivir a un apartamento que era un pañuelo, al otro lado de la ciudad…pero en paz. Pensándolo bien…fue mi primer divorcio. Y salimos vivas.
Alguien me preguntaba como se hace para salir de una situación en que el enojo se usaba como castigo.
Teniendo miedo. Mucho miedo. Tanto miedo que un día algo se quiebra y sentimos que no hay lo qué perder. Entonces aullamos como lobas, para proteger a nuestras crías, para defender nuestros derechos, para defender a nuestras madres. Hijas de la diosa Artemisa, solitarias, solidarias con el propio género, la invocamos para hacer ese viaje del miedo al amor como consigna de vida…eternamente.
Bendiciones! por el fin de todos los miedos! Nunca estamos solas!
Simone Seija Paseyro
Lectora de Registros Akásicos